sábado, 12 de junio de 2010

La Casa de los Capitanes

Recordaba bien como había llegado al servicio de aquel rico príncipe, medio- hermano de Domer y poseedor de las mejores tierras en Farsia. Ocho años en los ejércitos del arcadefán eran suficientes y muy contrario a sus expectativas aún no había conseguido ninguna pista que lo llevara a los cuadros. El viejo Pílades había muerto y ya nada lo ligaba a esa fatigosa profesión. Era joven, sano y fuerte, debía buscar otro camino, uno que le permitiera ser más libre para seguir con su búsqueda y sin dudarlo dos veces renunció en cuanto llegó a Fars. Pronto se percató de lo difícil que era la vida de un soldado retirado y por qué muchos envejecían en el servicio de las armas, no era sólo la sed hombres del ejército, era también la dureza de una vida que ya les era extraña. En poco meses su modesta indemnización se desvaneció y no tuvo otra alternativa que sumarse a las bandadas de mendigos y vagos que malvivían en las calles de Fars. Como todos ellos recorrió los Pórticos del Arcade suplicando limosna, o trabajando como acarreador en el cercano mercado de flores del Palacio de los Capitanes. “En cuanto pueda vuelvo a la Zagrebia”, se decía dándose ánimos por las noche mientras burlaba las verjas puestas para impedir el acceso al abandonado palacio. Él, como tantos otros, colaboró en el proceso que rápidamente transformaba aquella enorme residencia en una ruina, ya sea buscando leña para calentarse un poco o apañando algún fragmento de relieve o pintura que los coleccionistas adquirían con avidez. Fue ofreciendo sus rapiñas como conoció a Agis. La noche anterior había penetrado profundamente en el laberíntico palacio, llegando hasta un área casi intacta, un gran sala rodeada de numerosos ábsides y cubierta con una cúpula chata, más allá había encontrado un verdadera cantera de relieves, unos esquemáticos soldados que por su rareza sabía que se venderían bien. Como todos los días expuso sus raterías, en una de las callejuelas cercanas al Cenotafio Mayor, lejos del lugar de sus latrocinios para no despertar sospechas, a fin de cuentas el expolio de los edificios abandonados era generalizado y los coleccionistas siempre estaban dispuestos a pagar por alguna pieza exótica. Lo valioso de su mercancía atrajo la atención de Agis. El palavifán también recorría de incógnito la calle, sin duda no era adecuado que lo reconocieran en se mercadillo, pues, como muchos otros, patrocinaba duras medidas para detener a los saqueadores, aunque su bella villa campestre lucía una de las mejores colecciones de arte arcadiano.
-¿De dónde las has sacado?
-De una casa del barrio Tempel…Me las vendió una anciana.
-Mentiroso…Eso no proviene de una casa…
-Si, si viene de una casa…Se la puedo mostrar…
-Ya lo creo, de una “casa muy grande”…¿Cuánto cobras?
- Diez táleros de plata…
-No tienes idea de lo que vendes. Toma aquí tienes el triple. ¿Puedes conseguir otras piezas con “tu anciana”?
-Las que quiera, es una viejecita muy necesitada…

Así fue como se convirtió en el proveedor de Agis, dedicándose a expoliar los viejos aposentos de los Capitanes. Para su desgracia el negocio duró poco, el valor de las piezas y su rareza hizo aparecer la competencia que lo desalojó de su cantera mediante una conveniente denuncia a la guardia urbana. Súbitamente se había convertido en un prófugo. Intentó salir de Fars con una pequeña parte de sus mercancías, pero el escándalo que suscitó la denuncia de la destrucción del friso hizo imposible su fuga. Toda la obra había sido brutalmente arrancada de la pared y los pocos fragmentos que permanecían en su lugar habían sido intencionalmente desfigurados, acto que estaba muy lejos de sus modestos robos. Asustado buscó a su rico cliente, después de todo era su cómplice y sin duda no le gustaría ser implicado en ese escándalo usado por la Asamblea como excusa para atacar al gobernador. Se presentó donde Agis con la excusa de vender el resto de su botín. El palavifán lo recibió personalmente, sin duda su presencia era un motivo de inquietud y sabía perfectamente cuál era su intención. El acuerdo fue sencillo, él quedaba incorporado como sirviente de Agis en su propiedad rural, guardando absoluto secreto sobre el origen de los fragmentos robados.

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