sábado, 12 de junio de 2010

ILIA.


El sol golpeaba su frente, el resol le impedía ver con claridad el paisaje. Se sentó al costado del camino, sentía sus pies hinchados y su espalda resentía la larga caminata. Abrió su moral y sacó un trozo de pan y unos higos secos, con avidez busco la bota para beber unos sorbos de vino. Miró a su alrededor en busca de un lugar donde dormir, lo necesitaba, pero salvo unos magros espinos, no había un lugar donde tenderse que no fuera la hierba seca del verano, no tenía más alternativa que seguir adelante, continuar el viaje. La marcha sería lenta, pero se infundió ánimo, en un par de horas estaría en Ilia, ahí podría descansar. En su marcha contempló con pena los campos resecos, no los recordaba tan desolados. Era cierto que la brutal sequía se dejaba caer por cuarto año consecutivo sobre la provincia, pero esas laderas desnudas y llenas de cicatrices no podían ser atribuidas a esa calamidad, sin duda la tala y el pastoreo dejaban su marca en lo que fueron los paisajes de su niñez. Ante aquella visión, el viaje parecía más dificultoso y agotador, un lastre más que arrastrar en su retorno a Ilia.

Entró a la ciudad por la puerta oeste, un arco sólido enmarcado por dos relucientes y enormes torres. Aquello era una novedad, al fin la villa había conseguido completar el perímetro de sus murallas, un viejo sueño postergado una y otra vez por otras urgencias. “Las cosas no deben ir tan mal entonces”, se dijo dándose ánimo. En el interior, apenas un par de casas nuevas habían alterado la trama de la ciudad, todo continuaba igual, como si su largo periplo jamás hubiese existido. Finalmente, se detuvo frente a la que fuera la casa de su padre. Lucía impecable, era evidente el cuidado que los dueños ponías en ella. Las paredes bien enlucidas y pintadas a la cal, el techo de tejas rojas y en excelente estado, el portón de ingreso firme y bien apuntalado, sobre el dintel, la cabeza del geniecillo sardónico destacaba con su azul intenso y su rojo sangre. Quiso golpear, pero se sintió avergonzado, no era posible presentarse en esa facha, sucio y andrajoso, no era más que un vagabundo y sin duda la correrían sin contemplación, ya nada de ese lugar podía evocar su presencia. “No debí volver aquí”, se dijo y pensó que jamás lo hubiera hecho por propia voluntad, de no ser por ese jovencito presuntuoso y prepotente que había sucedido a su protector como abad, jamás habría abandonado el cenobio del Ermita Gautier. Su expulsión no había sido justa, era cierto que nunca se había decido a jurar la regla, manteniéndose como un obstinado novicio, excusándose una y otra vez detrás de la promesa de aquellas crónicas que jamás llegaría a escribir. En su morral portaba copia de los dos únicos capítulos que llegó a escribir durante su permanencia en el monasterio. Eran unos cuarenta folios escritos de prisa, con apretada letra manuscrita, pues el jovencito tomó los originales como pago por su estadía, sin duda apreciaba su exiguo trabajo, pero no lo suficiente como para continuar manteniéndolo. “Papeles, ¿A quién le sirven?, pensó con rabia justo en el momento en que dando media vuelta se alejó del robusto portón.

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Las voces de Gautemia