sábado, 12 de junio de 2010

El legado de Gautemia

De niño, en la escuela el viejo Gaol, algo nos había contado sobre el crimen de la última sibila, una anciana loca que se había encerrado en Nice, en el viejo palacio de los arcadefanes dejándose morir de hambre y sed. Aquella historia me impresionaba y me costaba entender que la depositaria de tan venerable tradición fuera capaz de ponerle término de una forma tan abrupta y brutal. Aquella mujer debió ser un ser malvado que en un acto de puro egoísmo no dudó en destruir aquellos misterios tan celosamente preservados. Pero el Santuario, sobrevivió, contra sus deseos y dando prueba de su origen prodigioso. La bendita Arenia Godes y los Veinte Santos Jóvenes Arcadianos impidieron que se cerrara, ellos, en medio de la guerra y del desastre, optaron por mantener vivos los rituales, luchando para recuperar lo que aquella anciana pérfida estuvo a punto de destruir. Cierto que nadie ha podido reemplazar a la Sibila, desde la muerte de la anciana el oráculo quedó definitivamente en silencio, pero la larga experiencia y sabiduría acumuladas sirvieron para mantenerlo y darle un nuevo sentido. Ya no hay profecías, pero si un enorme legado de sentencias y jurisprudencia que sistematizar y estudiar, un milenario conocimiento que rescatar y difundir y la bendita Arenia, fue quien dio los primeros pasos en esa dirección, evitando la catástrofe que hubiera significado la disolución de uno de los pilares de Helonia. ¡Oh!, si, era emocionante oír al viejo Gaol contar esa historia, ponía la piel de gallina escuchar su relato que dejaba bien en claro cuales hubieran sido las consecuencias de no haber existido la intervención de Arenia Godes. El caos, el fin del mundo, un desastre que aún pendía sobre nuestras cabezas, pero que la brillante ostenteana había conseguido aplazar. Conocía bien aquella historia y, como muchos, tenía un retrato de la “heredera” sobre mi pupitre, sintiendo su mirada protectora que guiaba mis estudios. Debo confesar, con vergüenza, que a veces encendía una pequeña vela y quemaba un poco de incienso en su honor con la vaga esperanza que concurriera su numen hasta mi cuarto y fuera la guía en mis divagaciones. Era tanta mi admiración que decidí escribir una historia sobre ella y los acontecimientos de su época, el reinado de Haifel. Fue en un texto de valbileck, del cenobio de Regard, que hacía referencia a los cuadros y al pecado de Gautemia. Un breve pasaje en que se abominaba de la mujer acusándola de profanar su ministerio maquillando su rostro. Me extraño el texto pues entre las numerosas restricciones de una Sibila no se encontraba la de pintarse, pareciéndome, además, una reacción muy propia de los estrictos ascetas de Valbilek. Intrigado continué investigando, llegando a descubrir el torpe error del traductor- yo desconozco el idioma hurí- que confundió el verbo retratar con maquillar. Entonces me quedó claro cuál era el pecado cometido, la vieja osó hacer un retrato de sí misma, algo que violaba el precepto más severo del Santuario; la idea que la profetisa era una sola desde el principio de los tiempos, que cada una de sus encarnaciones era solo el temporal contenido de una esencia única e inmortal. No existía más que la Sibila de Armir, el individuo desaparecía al recibir el último de los secretos, disolviéndose en esa presencia. Aquel descubrimiento confirmó la nefasta imagen que poseía de esa mujer que se atrevió a violentar el más respetado mandato del Santuario. Recuerdo que comenté con Hadso el tema, él y Dobón se encogieron de hombros, se miraron sin poder darme una respuestas, incómodos de parecer idiotas. “No sé, tal vez tuvo una razón…No creo que fuera mero capricho…Imagino que estaba harta…Tal vez previó un futuro demasiado horrible…no sé…”-contestó Dobón. Lo miré extrañado, en Zargus nadie dudaba de la malignidad de aquella anciana, sólo la duda era anatema. Los arcedianos siempre han sido gente extraña y la familia de Dobón aún conservaba las antiguas tradiciones del país, ese escepticismo del cual se sentían tan orgullosos. Acicateado por su respuesta continué averiguando sobre el retrato, nuestro encierro no era tan estricto como para impedir a los sirvientes recorrer la Alsolem y tener acceso a las bibliotecas de las Escuelas Imperiales. Así pude descubrir que el famoso retrato no era uno sino dos, que la vieja ordenó ejecutar uno representándola a su ingreso al Santuario y otro ya anciana, poco antes de morir. También descubría que las pinturas habían estado expuestas en Nice, antes del incendio de la ciudad y que se habían perdido en esa ocasión, cuando ardió el Sapor –kami. Esa noticia me llenó satisfacción, pues comprendí que de una u otra manera la Tragna había conseguido expiar en parte el pecado de aquella mujer volviendo su rostro al anonimato. Feliz por mi descubrimiento y dispuesto a hacer de la anécdota un ejemplo de la justicia inmanente que está presente en el universo, escribí un pequeño discurso sobre le tema y se lo remití al abad del cenobio de Regard. Satisfecho me explayé sobre la providencia y la justicia, de como la verdad revelada en la Apoteosis del Séptimo Altar, se hacia manifiesta en aquel oculto acto de reivindicatorio. “El mal finalmente no tiene cabida en mundo, pues la justicia de nuestro Dios nunca es errada” – afirmé categórico al concluir mi discurso sintiéndome tremendamente satisfecho, esa frase tan vulgar coincidía perfectamente con la vana seguridad que alumbraba mi juventud. No sabes lo torpe que fui, lo ingenuo, pero en el estrecho mundo de la Palavi-karmi y de nuestro encierro no era posible llegar a otra conclusión que aquella. Lo peor es que me sentía orgullos de tales formulaciones, considerándolas el resultado final de mi esmerada y prolija educación, porque mientras mi hermano Poleto se refugiaba en la caza y Hadso intentaba burlar su destino, yo me aferraba a la frágil esperanza que me brindaban las enseñanzas de los maestros.

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